Seguramente recordamos muchas reuniones de amigos, pero pocas de ellas las rememoramos con el cariño un poco melancólico con el que se suelen recordar aquellas primeras reuniones de la adolescencia en las que chicos y chicas nos mezclábamos por vez primera olvidando que hasta no hacía mucho no habíamos puesto demasiado interés en compartir nuestro tiempo de ocio con la gente del otro sexo. Aquél era el tiempo en que el deseo era algo que se había presentado de repente para entorpecernos la atención cuando había que sentarse a estudiar y en el que las hormonas bullían, se retorcían de inquietud y nos empujaban a buscar de un modo más o menos indisimulado el contacto del sexo contrario.

Queríamos dar el primer beso cuanto antes. Queríamos saborear los primeros labios. Queríamos notar la húmeda movilidad de una lengua trabándose con la nuestra. Soñábamos con el tacto y la dureza de los pechos de aquella compañera de instituto que servía de inspiración a las fantasías masturbadoras e inexpertas de un amplio porcentaje de miembros del pelotón masculino. En ocasiones, cuando el deseo era más intenso y la fantasía echaba a volar sin nada que la detuviera, la imaginación se aventuraba por los territorios entrevistos en alguna publicación erótica o en alguna película porno que hubiera caído en nuestras manos. Se soñaba entonces con mamadas en rincones insospechados o se fantaseaba con la salinidad de los humores que, con nuestros labios, podíamos recoger de la excitada vagina de la musa de nuestros sueños.

En resumen: que en aquellos días, cuando avanzábamos a velocidad de crucero hasta los terrenos espinosos de la edad adulta, teníamos un montón de sueños por cumplir y una pesada carga de inexperiencia e inseguridad metida en nuestra mochila. Por eso se buscaban subterfugios que nos permitieran dar ese paso que nos permitiera establecer un mínimo contacto de aliento erótico con el otro sexo. Y el subterfugio, corrientemente, se encontraba en la utilización de algo sobre lo que habíamos llegado, en los años anteriores, a convertirnos en expertos: el juego.

El juego nos iba a permitir dar el primer beso “de verdad”, aquél en el que las lenguas se enzarzan en una batalla sin cuartel y que era la puerta de entrada a otro tipo de experiencias mucho más íntimas e intensas y de innegable contenido sexual. Una simple botella dando vueltas en el centro de un círculo podía señalar a los dos miembros de la pareja que, gracias al azar, iba a poder estrenarse en el arte del beso. Quien ha jugado a eso o a algo parecido puede recordar seguramente la vivificante inquietud que invadía a los jugadores de este juego esperando que la botella se detuviera ante él. Dados tres besos, el acto del beso se desmitificaba y, perdida esa vergüenza inicial, aquellos jugadores para los que el beso hubiera resultado especialmente gratificante podían continuar con su iniciación sexual por su cuenta y alejados ya del círculo del juego. Más de una pareja de novios primerizos nació así.

En cualquier caso, y sucedieran las cosas como sucedieran, tuviera continuidad o no la historia que siempre puede iniciarse con un beso, lo cierto es que el juego adolescente de la botella sólo constataba algo difícilmente rebatible: que las reuniones de amigos siempre han resultado más divertidas cuando en ellas ha intervenido un factor algo picante.

Eso, que servía durante la adolescencia, debe servir también para la edad adulta. ¿No puede resultar excitante para un grupo de amigos el jugar a juegos eróticos de mesa? ¿No puede ser una buena manera de introducir un poco de picante a una serie de relaciones eróticas que pueden verse un tanto anquilosadas por el efecto adormecedor de la rutina?

Sin duda, para participar en los juegos eróticos para grupos deben cumplirse una serie de condiciones. La primera de ellas es que los participantes en el juego tengan una cierta mentalidad abierta. Para jugar a los juegos eróticos para grupos hay que aparcar cualquier tipo de sentimiento que tenga que ver con los celos, la inseguridad y la falta de autoestima. Ver a nuestra pareja besar a otro debe resultarnos (en el caso más que probable de que esa circunstancia se dé durante el juego) excitante. Esa situación nunca debe resultarnos dolorosa. Debe empujarnos a reactivar nuestra vida íntima junto a nuestra pareja, no a abrir zanjas entre los dos. Lo lúdico sólo tiene sentido si hace disfrutar. El sufrimiento no tiene cabida en este tipo de juegos. Para sufrir ya están las enfermedades.

La industria del juguete erótico se ha inspirado en juegos de mesa no eróticos para crear un amplio catálogo de juegos eróticos para grupos. El Strip Poker sería, seguramente, uno de los más conocidos. El de Verdad o Prenda, inspirado en uno de esos juegos de adolescente de los que hablábamos, sería otro de ellos. De ahí en adelante, todo puede ser imaginado. Los juegos eróticos para grupos pueden llegar hasta donde nosotros queramos llegar con nuestro grupo de amigos. En Party Play, por ejemplo, el ganador podrá disfrutar de la visión de un striptease realizado por el resto de jugadores y jugadoras. En La Pirámide Prohibida, por su parte, todo puede ser posible: experimentar con los límites, traspasarlos o no, incluir a terceros en el placer de la pareja, avanzar hacia la relación grupal, pisar directamente los territorios de la orgía…

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